por Pío Vila Neker
“Muchacha
recién bañada
ríe la
tierra, fresquita
Salieron
cortando campo
La
esperanza y la alegría”
(Marcelino
M. Román)
Don Gauto, descalzo, con la camisa desabrochada, sentado en su sillita
baja – cariño de soltero empedernido – en medio del patio, dejaba resbalar las
gotas de sudor, sin intentar secárselas con el pañuelo bataraz que tenía en la
mano. Lobo, su perro, jadeaba guarecido bajo las ligustrinas, donde se había
refugiado en busca de piso menos seco y menos caliente.
Una lagartija cruzó veloz hasta unos rosales.
- ¿Será que no va a llover?- El mentón
en la mano y el codo en la rodilla, don Gauto escudriñaba el cielo.
Alborotadora, una bandada de patos “siriríes” pasó volando rumbo al
Gualeguay.
- ¿Andarán anunciando agua? se preguntó, descreído el colono, cuyas vacas ya comenzaron a morir a causa de la larga “epidemia”. La tarde anterior había cuereado esa vaquilla requemada, tan linda, cría del toro refinado que compró hacía un par de años por intermedio de la cooperativa.
Pasto, hacía rato que no había. Iban para tres meses que no llovía. A
los mejores animalitos les daba alfalfa. Así mantuvo un tiempo la tordilla del
sulky, el toro y un lotecito de vacunos, los más lindos. A todos no los podía alimentar.
Así fue que empezó a cuerear. Primero fue el mejor novillo de un lote que pensaba
preparar para el remate. Y después se siguió… ¿Cuántos iban?... No llevaba
cuenta. Al comienzo, cada animal que moría le desgarraba algo adentro, en lo
íntimo de su ser, en esa su fina sensibilidad de hombre de campo
consubstanciado con la tierra, con sus plantas, con sus animales. Después,
abrumado, cuereaba mecánicamente.
Desde muy joven enraizó en la tierra. Ésta era para él, su amante, su
paisaje, su trabajo y su alegría. Cuando, a caballo, realizaba sus trabajos, no
se sentía solamente jinete. Recibía, a través de los remos de su cabalgadura,
la savia de la tierra; se sentía árbol y señor, dominador de la tierra y parte
de la misma.Sus brazos fuertes y venosos, parecían raíces y su alma misma, como
el ñandubay, endurecida en el rudo batallar con la Naturaleza, frutecía en
bondad y cariño, sin perder por ello la altivez del luchador que vence heladas,
lluvias, sequías…
Una brisa del sur arremolinó unas hojas amarillas y refrescó el rostro
de don Gauto. El gallo blanco, retrepado en el portoncito del patio, echó atrás
la cabeza empenachada y cantó su anuncio de cambio de tiempo. Los potrillos,
flacos y todo, intentaron unos retozos entre la tropilla.
El retumbar lejano de un trueno alentó las esperanzas del agricultor.
Comenzó a refrescar y la brisa se agrando en fresco viento.
Lentamente se acercó al molino, para cerrarlo, a pesar de que los
bebederos sólo tenían restos de agua sucia y verdosa. Iba a entrar un poco de
leña, pero lo detuvo el temor supersticioso de que su apuro “corte” la lluvia.
Dio unas vueltas por el patio, aspirando con fuerza el aire fresco, dilatando
las fosas nasales con ansia de ese olor tibio, fragante, de tierra mojada.
Una gota gruesa y fría besó su rostro, poniendo en su mirada agobiada,
brillo de esperanzas. Entró leña.
Arreciaron el viento y los relámpagos. Cayeron unas gotas que, como
papirotazos, levantaron nubecitas de polvo en el suelo reseco.
Por la tarde, otra vez el sol, al parecer más fuerte, irritaba a los
tábanos que feroces aguijoneaban a las bestias recogidas bajo la sombra de los
sauces, chapaleando en el agua barrosa del arroyo.
Los talas, casi sin hojas, mostraban cual ásperos callos los nidos de
los pájaros. Sólo un pato gozaba, en la canícula, del charco que quedaba bajo
el puente.
Amanecía. Lejos, al oeste, para el lado de Paraná, unas nubes altas, teñidas del rosa pálido del amanecer, relampagueaban.
El sol salió lanzando una bocanada de aire caliente.
La tarde anterior quedó echado, sin poder levantarse, en el piquete de
la costa, el toro. Al anochecer, Aniceto, el peoncito que le había alcanzado
agua, informó que no la bebió…
Cuando asomó el sol estaban cuereando. Zumbaban las moscas mientras un
tufo agridulce subía del cuero y del cuerpo del animal.
Mientras realizaban la tarea, con desgano y pesadez, don Gauto no
profirió ni una palabra. ¡Los años que había deseado comprar un torito fino!
Recuerda los primeros pesos que apartó, de una cosecha de maíz, para ese fin.
Después vendió algunos animales, y, para el resto (que era lo más) gestionó un
crédito. ¡Cuánto tiempo hasta poder dar cima al deseo de mejorar el plantel con
un buen reproductor!...
Justamente este año, después de la cosecha, levantó el último documento.
Y ahí estaba…¡de carne para los perros! - -¡Maldita sequía!
Un trueno potente lo distrajo de sus pensamientos. Levantó la cabeza.
Otra vez el sur se había cubierto de negros nubarrones.
Una martineta salió volando de entre los cardos del alambrado lindero.
La refulgente cinta de un rayo partió de una puñalada la cortina oscura
de las nubes que rápidamente encapotaban el cielo.
Cargaron el cuero, y al trotecito emprendieron el regreso.
-
Parece
que esta vez va a cair agua…
-
Ahá…
Cuando llegaron a la altura, un automóvil por
la ruta, rumbo a Villaguay, levantaba una densa nube de tierra que iba
deglutiendo los ranchos de la calle, los alambrados…
De pronto, como suele suceder en el verano entrerriano, se descolgó la
lluvia.
Torrencialmente.
-
¡Vamos! Galoparon rumbo a las casas.
El primer golpe de agua, en parte
absorbido por la tierra ávida y en parte evaporado al contacto con la misma,
formó al ras del suelo una tenue niebla. Luego se precipitó en las grietas,
rumorosa y burbujeante.
A pesar del desastre, a pesar de
lo que había durado, don Gauto sentía la alegría de la lluvia como un
renacimiento. Sentía cómo mojaba la tierra y sus carnes. Le producía intenso placer dejarla correr por su rostro.
Su fresco contacto con la piel le producía la sensación de que le lavaba la
sangre, que había estado espesa y sucia de tanta sequía y de tanto calor. La
lluvia le rejuvenecía las carnes y el alma, le infundía nueva vida. A pesar de
la ropa empapada se creía más ligero sobre el caballo.
Pensó en la tierra arada, en la próxima siembra. En el engorde de los
animales salvados. La cosecha. El tambo.
Renacían la vida y la esperanza
El galope corto del petizo hizo que el muchacho se rezagara. Lo “enverijó” con el arreador. En ese momento, junto con la mirada rejuvenecida de don Gauto, que había vuelto la cabeza para ver si lo seguía, vio Aniceto una luz enceguecedora. Antes de recuperar la visión, un estampido lo sacudió dejándolo aturdido.
Asido a las crines, aterrorizado, con los ojos agrandados por el pánico,
miraba – mientras el petizo reemprendía el galope – al jinete y al caballo que
yacían inmóviles, tendidos en el barro.
Los horneros batiendo alas expresaban ruidosamente su alegría. Por las zanjas corría cantarina el agua. Las hojas de los árboles recobraban el brillo verde de la vida.
Don Gauto, de cara a la tierra fragante y lujuriosa, bajo la lluvia, parecía querer abrazarla en una postrer, eterna posesión…
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