pifiada

martes, 19 de octubre de 2021

LLUVIA (Cuento)

El cuento que reproduzco fue escrito por mi tío Valerio, seguramente el tío que más estimaba 
Está inspirado en un hecho real protagonizado por su propio hermano
Además el cuento transcurre en un escenario que conocí siendo pibe, el cual pude recorrer y conocer enhorquetado en el lomo de un caballo
El que figura como autor no es más que un anagrama de Valerio Kipen


por Pío Vila Neker 

“Muchacha recién bañada

ríe la tierra, fresquita

Salieron cortando campo

La esperanza y la alegría”

(Marcelino M. Román)

  Promediando la mañana, hasta estar sentado fatigaba. Bajo el cielo plomizo, cargado, pendían los gajos de los sauces llorones, lánguidos, inmóviles. Los campos calcinados tenían el aspecto de una sucia pizarra.

   Don Gauto, descalzo, con la camisa desabrochada, sentado en su sillita baja – cariño de soltero empedernido – en medio del patio, dejaba resbalar las gotas de sudor, sin intentar secárselas con el pañuelo bataraz que tenía en la mano. Lobo, su perro, jadeaba guarecido bajo las ligustrinas, donde se había refugiado en busca de piso menos seco y menos caliente.

    Una lagartija cruzó veloz hasta unos rosales.

- ¿Será que no va a llover?- El mentón en la mano y el codo en la rodilla, don Gauto escudriñaba el cielo.

    Alborotadora, una bandada de patos “siriríes” pasó volando rumbo al Gualeguay.

- ¿Andarán anunciando agua?  se preguntó, descreído el colono, cuyas vacas ya comenzaron a morir a causa de la larga “epidemia”. La tarde anterior había cuereado esa vaquilla requemada, tan linda, cría del toro refinado que compró hacía un par de años por intermedio de la cooperativa.

   Pasto, hacía rato que no había. Iban para tres meses que no llovía. A los mejores animalitos les daba alfalfa. Así mantuvo un tiempo la tordilla del sulky, el toro y un lotecito de vacunos, los más lindos. A todos no los podía alimentar. Así fue que empezó a cuerear. Primero fue el mejor novillo de un lote que pensaba preparar para el remate. Y después se siguió… ¿Cuántos iban?... No llevaba cuenta. Al comienzo, cada animal que moría le desgarraba algo adentro, en lo íntimo de su ser, en esa su fina sensibilidad de hombre de campo consubstanciado con la tierra, con sus plantas, con sus animales. Después, abrumado, cuereaba mecánicamente.

      Desde muy joven enraizó en la tierra. Ésta era para él, su amante, su paisaje, su trabajo y su alegría. Cuando, a caballo, realizaba sus trabajos, no se sentía solamente jinete. Recibía, a través de los remos de su cabalgadura, la savia de la tierra; se sentía árbol y señor, dominador de la tierra y parte de la misma.Sus brazos fuertes y venosos, parecían raíces y su alma misma, como el ñandubay, endurecida en el rudo batallar con la Naturaleza, frutecía en bondad y cariño, sin perder por ello la altivez del luchador que vence heladas, lluvias, sequías…

     Una brisa del sur arremolinó unas hojas amarillas y refrescó el rostro de don Gauto. El gallo blanco, retrepado en el portoncito del patio, echó atrás la cabeza empenachada y cantó su anuncio de cambio de tiempo. Los potrillos, flacos y todo, intentaron unos retozos entre la tropilla.

      El retumbar lejano de un trueno alentó las esperanzas del agricultor.

      Comenzó a refrescar y la brisa se agrando en fresco viento.

     Lentamente se acercó al molino, para cerrarlo, a pesar de que los bebederos sólo tenían restos de agua sucia y verdosa. Iba a entrar un poco de leña, pero lo detuvo el temor supersticioso de que su apuro “corte” la lluvia. Dio unas vueltas por el patio, aspirando con fuerza el aire fresco, dilatando las fosas nasales con ansia de ese olor tibio, fragante, de tierra mojada.

   Una gota gruesa y fría besó su rostro, poniendo en su mirada agobiada, brillo de esperanzas. Entró leña.

   Arreciaron el viento y los relámpagos. Cayeron unas gotas que, como papirotazos, levantaron nubecitas de polvo en el suelo reseco.

    Por la tarde, otra vez el sol, al parecer más fuerte, irritaba a los tábanos que feroces aguijoneaban a las bestias recogidas bajo la sombra de los sauces, chapaleando en el agua barrosa del arroyo.

     Los talas, casi sin hojas, mostraban cual ásperos callos los nidos de los pájaros. Sólo un pato gozaba, en la canícula, del charco que quedaba bajo el puente.

 ....................................

    Amanecía. Lejos, al oeste, para el lado de Paraná, unas nubes altas, teñidas del rosa pálido del amanecer, relampagueaban.

      El sol salió lanzando una bocanada de aire caliente.

     La tarde anterior quedó echado, sin poder levantarse, en el piquete de la costa, el toro. Al anochecer, Aniceto, el peoncito que le había alcanzado agua, informó que no la bebió…

    Cuando asomó el sol estaban cuereando. Zumbaban las moscas mientras un tufo agridulce subía del cuero y del cuerpo del animal.

     Mientras realizaban la tarea, con desgano y pesadez, don Gauto no profirió ni una palabra. ¡Los años que había deseado comprar un torito fino! Recuerda los primeros pesos que apartó, de una cosecha de maíz, para ese fin. Después vendió algunos animales, y, para el resto (que era lo más) gestionó un crédito. ¡Cuánto tiempo hasta poder dar cima al deseo de mejorar el plantel con un buen reproductor!...

     Justamente este año, después de la cosecha, levantó el último documento. Y ahí estaba…¡de carne para los perros! -  -¡Maldita sequía!

      Un trueno potente lo distrajo de sus pensamientos. Levantó la cabeza. Otra vez el sur se había cubierto de negros nubarrones.

       Una martineta salió volando de entre los cardos del alambrado lindero.

       La refulgente cinta de un rayo partió de una puñalada la cortina oscura de las nubes que rápidamente encapotaban el cielo.

       Cargaron el cuero, y al trotecito emprendieron el regreso.

-       Parece que esta vez va a cair agua…

-       Ahá…

   Cuando llegaron a la altura, un automóvil por la ruta, rumbo a Villaguay, levantaba una densa nube de tierra que iba deglutiendo los ranchos de la calle, los alambrados…    

        De pronto, como suele suceder en el verano entrerriano, se descolgó la lluvia.

       Torrencialmente.

-       ¡Vamos!  Galoparon rumbo a las casas.

              El primer golpe de agua, en parte absorbido por la tierra ávida y en parte evaporado al contacto con la misma, formó al ras del suelo una tenue niebla. Luego se precipitó en las grietas, rumorosa y burbujeante.

      A pesar del desastre, a pesar de lo que había durado, don Gauto sentía la alegría de la lluvia como un renacimiento. Sentía cómo mojaba la tierra y sus carnes. Le producía  intenso placer dejarla correr por su rostro. Su fresco contacto con la piel le producía la sensación de que le lavaba la sangre, que había estado espesa y sucia de tanta sequía y de tanto calor. La lluvia le rejuvenecía las carnes y el alma, le infundía nueva vida. A pesar de la ropa empapada se creía más ligero sobre el caballo.

      Pensó en la tierra arada, en la próxima siembra. En el engorde de los animales salvados. La cosecha. El tambo.

     Renacían la vida y la esperanza

     El galope corto del petizo hizo que el muchacho se rezagara. Lo “enverijó” con el arreador. En ese momento, junto con la mirada rejuvenecida de don Gauto, que había vuelto la cabeza para ver si lo seguía, vio Aniceto una luz enceguecedora. Antes de recuperar la visión, un  estampido lo sacudió dejándolo aturdido.

     Asido a las crines, aterrorizado, con los ojos agrandados por el pánico, miraba – mientras el petizo reemprendía el galope – al jinete y al caballo que yacían inmóviles, tendidos en el barro.

      Los horneros batiendo alas expresaban ruidosamente su alegría. Por las zanjas corría cantarina el agua. Las hojas de los árboles recobraban el brillo verde de la vida.

     Don Gauto, de cara a la tierra fragante y lujuriosa, bajo la lluvia, parecía querer abrazarla en una postrer, eterna posesión…



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