Me parece verlo aún, con sus grandes orejas
desplegadas al viento, trotar hacia nosotros con lo que parecía, quizá no me
crean, una sonrisa en la boca.
Los domingos solíamos ir, por la mañana, a
dar la vuelta completa al parque Scalabrini Ortiz; digamos cuarenta minutos de
caminata. Por supuesto lo llevábamos a él, que lo disfrutaba plenamente, no
dejando lugar sin olisquear ni árbol sin mear.
Siempre se alejaba de nosotros, pero cuando
estábamos aproximadamente en tres cuartos de vuelta, dada la topografía del
parque, solía perdernos y luego aparecía, con el cuerpo tenso, la lengua afuera
y girando la cabeza para ubicarnos, más por nuestros gritos que por vernos, y
allí sí, el trote sonriente hasta el reencuentro.
Le enseñé a sentarse o estar acostado,
siempre dentro de un ámbito acotado o con correa, pero si estaba suelto era
obstinadamente indisciplinado, soltaba su carrera, para terminar buscándonos de
vuelta, pero siempre ejerciendo algo así como un incontenible goce de libertad.
Su otro gran placer era en la isla,
recorriendo todo libremente, metiéndose al agua en la laguna, nadando al lado
mío cuando yo nadaba.
Ahora me doy cuenta que era siempre alegre.
Está claro que a medida que somos viejos
duele más perder algo de lo querido, porque cuando uno es joven puede pensar en
cómo será tener otro perro; ahora este será quizás el último.
Los perros son nuestros guías en un mundo que desconocemos, Aldo
ResponderEliminar¡Grande Abuelo!, hoy volvimos a leer esta nota con Juani.
ResponderEliminarvolví a leer tu nota sobre Len y nuevamente me emocionó muy mucho el recuerdo del amoroso y juguetón perrito que me alcanzaba el celular, no puedo dejar de llorar. Gracias Aldo.
ResponderEliminar