Mi esposa es maestra jubilada.
En su primer cargo, maestra de pueblo, hacía dedo en la ruta a las seis de la mañana.
Hace uno días una amiga común, María Laura Sabatier, nos hizo llegar el comentario que más abajo trascribo, con su autorización, que agradezco.
Creo que vale la pena leerlo.
"Salimos de Jesús María (Córdoba) a la mañana y tomamos la ruta 60. La vegetación se va achatando hasta que desaparece. Estamos bordeando las Salinas Grandes. Donde debía haber una laguna, la tierra seca y salitrosa exhibe las grietas de una larga sequía.
A los lados se salpican varios caseríos miserables, del color de la tierra. No tienen iglesia, ni plaza, ni estación de servicio. Son apenas puestos.
A la salida de uno de ellos, un poco más grande que el resto, muy erguidas junto al cartel "Los Telaritos", dos maestras jóvenes hacen dedo.
Algo en ellas me conmueve y detengo el auto. Preguntan hasta dónde vamos y suben. Se presentan y anuncian que Agustina se bajará a unos 60 km. nomás y que Ariana seguirá con nosotros hasta la capital.
Una vez que despedimos a Agustina, Ariana nos cuenta que viaja todos los días para dar clases en la escuela primaria de ese pueblito de treinta casas en el que se repiten tres apellidos y todos están emparentados. Cada día recorre 200 km de ida y otros tantos de vuelta. No puede tomar el colectivo porque el pasaje cuesta ocho mil pesos y ella gana menos de trescientos mil. Pero se siente afortunada porque la provincia paga más que el municipio: su amiga que trabaja en una escuela municipal gana apenas doscientos. Y está feliz porque sus alumnos estuvieron muy entusiasmados con la actividad especial que preparó para el Día de la Diversidad.
También cuenta que en la zona no hay televisión ni señal para celulares, pero que sí hay WiFi en la escuela -la misma que usan en el pueblo- y que los chicos aprendieron a usar a la perfección las netbooks que años atrás les dio el gobierno. Pero está muy preocupada porque necesitan mantenimiento y ya nadie se ocupa de ellos. Se ríe mucho mientras habla, con una risa que son piedritas cayendo en el agua.
Por el espejo retrovisor veo sus dientes blanquísimos, que hacen juego con los aros de perla y el delantal. Ni la tierra que revolea el Zonda le quita resplandor a toda su blancura.
Le pregunto si no le da miedo hacer dedo en la ruta a las seis de la mañana y me responde que no, porque viaja "con fe".
Me desvío unos km para llevarla hasta la puerta de su casa a pesar de su insistencia en que puede ir caminando. Agradece repetidas veces y la veo irse con su bolso y sus carpetas.
En medio de tanta desolación, me consuela saber que aún existen seres así, relucientes."